En el mundo de los antiguos griegos, la agricultura se encontraba aún en avanzado estado de precariedad. Los ecosistemas rurales eran variopintos y saludables, y abundaban en plantas indígenas de granja y prósperas colonias de insectos que compartían su espacio con los cultivos domésticos. Como resultado, las cosechas de trigo y de uvas se hallaban repletas de una numerosa variedad de insectos vigorosos, optimistas y comedidos. De todos ellos, la más laboriosa era la hormiga. Durante todo el verano, trabajaba bajo el ardiente sol, almacenando semillas y grano como reserva para el largo invierno.
En el mismo campo vivía una cigarra de vida notablemente libre de preocupaciones, ya que hacía tiempo que había rechazado el codicioso concepto burgués de «éxito». Para la cigarra, la existencia ideal consistía en disfrutar de la naturaleza de un modo desestructurado y lúdicamente experimental, y con frecuencia aprovechaba su generosidad para pasar la mayor parte del día durmiendo. En otras ocasiones, cantaba alegremente en la pradera, rassss, rassss, rassss, perpetuando así la rica tradición oral de su especie.
Tal actitud alternativa no pasó desapercibida para la hormiga mientras se afanaba bajo el calor y el polvo. Esta, cada vez que veía a la cigarra disfrutando de la vida a su modo, sentía estrecharse con fuerza cada orificio de su exoesqueleto.
—Fíjate en esa cigarra —mascullaba la hormiga para sus adentros—. Todo el día repantigada sobre su abdomen, cantando esas malditas canciones. ¿Cuando piensa mostrar algún sentido de la responsabilidad?
Calificarla de sanguijuela equivaldría a insultar a las laboriosas lombrices segmentadas que pueblan el país. Se limita a vigilarme y a aguardar la ocasión de asaltarme y arrebatarme todo aquello para lo que tan duramente he trabajado. Así funciona esta filiforme.
La cigarra, por su parte, observaba igualmente a la hormiga, si bien bajo una línea de pensamiento totalmente distinta.
—Fíjate en la hormiga —meditaba—. Trabaja sin cesar para acumular su pequeña reserva de grano. ¿Y para qué? Si tan solo se limitara a adoptar una actitud más próxima al Zen… Quizá comprendería que para la piedra un grano de trigo es lo mismo que ciento, y que la lluvia nunca se preocupa por su caligrafía.
Así transcurrió el verano. La hormiga, quintaesencia de una personalidad del tipo «A», trabajó frenéticamente día tras día, pero su actitud egoísta y socialmente irresponsable terminó por cobrarse su precio: se le declaró una úlcera péptica, tuvo algún que otro susto provocado por dolores de tórax y perdió la mayor parte del cabello. A mediados de septiembre, su esposa la abandonó y se llevó consigo a las pupas, pero ella apenas lo advirtió. Se hallaba hasta tal punto obsesionada con su almacén de grano que llegó al extremo de instalar en torno a su montículo un complicado sistema de seguridad dotado de cámaras de vídeo y detectores de movimiento destinados a sorprender la presencia de cualquier posible ladrón.
Entre siesta y siesta, la cigarra observaba todo aquello con despreocupada curiosidad. Asimismo, estudiaba hatha-yoga, recorría la zona en busca del mejor café capuchino, aprendía a tocar la guitarra (en realidad, una única canción: un cuasi blues de inspiración propia limitado a tres notas) y, en general, salía por ahí cuanto podía. Intentaba mantener su estilo de vida centrado en el ocio y adaptado al paso de las estaciones. Proyectaba viajar a Australia para practicar el surf tan pronto como el tiempo se tornara menos clemente.
Pero, aquel año, el invierno llegó con demasiada anticipación (o el verano no alcanzó su duración habitual, dependiendo de la orientación climática de cada uno), por lo que los campos no tardaron en verse yermos. La desdichada cigarra, víctima del capricho de las alteraciones meteorológicas, brincaba por el campo en busca de cualquier forma de sustento.
Habría aceptado con gusto una migaja, una cáscara, un trozo de tofu… pero no lograba hallar nada comestible.
La cigarra no tardó en avistar a la hormiga, que arrastraba ávidamente tras de sí un tallo de maíz. El hambre que experimentaba le hizo olvidar su orgullo y se aproximó a ella, dispuesta a rogarle que le permitiera compartir parte de su inmensa reserva. La hormiga, sin embargo, prorrumpió en gritos tan pronto como divisó a la cigarra.
—¡Aaaahhhhhh! ¿Qué quieres? ¿Qué estás haciendo aquí? Pretendes arrebatarme mi maíz, ¿no es cierto? ¡Sé muy bien que has estado planeando robarme algún día cuanto poseo! ¡Todas las de tu género sois iguales!
La cigarra intentó interrumpirla, pero la hormiga prosiguió su diatriba:
—¡Eh, no digas nada! ¡No intentes convencerme con tus artimañas, tus lacrimosas historias y tus vacuas promesas! ¡He trabajado duramente para conseguir lo que tengo, por más que tal actitud no esté bien vista en determinados círculos!
Repuso cortésmente la cigarra:
—Sin embargo, Hermana Hormiga, no cabe duda de que posees más de lo que jamás podrías consumir.
—Eso es asunto mío —dijo la hormiga—, y aquí no vivimos en ningún estado socialista chupasangres… ¡por ahora! ¡Ponte al día, saltamontes! El único lugar en el que el éxito viene antes que el trabajo es en el diccionario.
—Verás, yo tenía pensado marcharme a Australia, pero el tiempo, no sé, ha cambiado, y el alimento ha desaparecido…
—Así funciona el libre mercado, colega. Que te sirva de lección.
—Perdóname, Hermana Hormiga, pero siento que es mi obligación decirte que opino que deberías practicar más el karma. El aura que desprendes está llena de una energía negativa que nada te costaría convertir en positiva si tan solo…
—Escucha, si lo que pretendes es ponerte mística conmigo, dime: ¿sabes qué ruido produce un bicho al morirse de hambre? ¡Ja, ja!
De pronto, el sonido de un carraspeo interrumpió la estéril discusión entre la cigarra y la hormiga. Al volverse, vieron a una corpulenta mantis cuyo tamaño sobrepasaba el de ellas dos juntas. (Aquella mantis había sido en otros tiempos religiosa, si bien había visto prohibidas sus prácticas por una orden judicial. A pesar de ello, su carácter aún conservaba un aspecto profundamente espiritual.) La cigarra y la hormiga se asustaron, no por el tamaño de la mantis —muy superior a la media—, sino por su actitud franca y pragmática.
Iba vestida con un traje gris de poliéster y unos zapatos marrones con borlas, y en las patas delanteras llevaba un portafolios, una bolsa de papel de estraza con su almuerzo y una calculadora.
—¿La hormiga, por favor? —inquirió la mantis, aunque sabía perfectamente cuál de las dos era aquella a la que estaba buscando—. Señora Hormiga, vengo a realizar una auditoría.
Con aquellas siete palabras ominosas cambia el curso de nuestro relato. Omitiremos los detalles de la operación, el rechazo de los cargos presentados, el juicio, la apelación y el intento de la hormiga por huir en un vuelo con destino a las islas Caimán: baste decir que el codicioso insecto, tras su ingreso en el sistema correccional, vio su despensa confiscada y puesta al servicio de otros intereses comunitarios más responsables. La cigarra, entretanto, puso en práctica un programa para jóvenes insectos locales interesados en realizar intercambios culturales con países de clima más cálido. De este modo, gracias a la redistribución estatal de las rentas (y a la fortuna de la hormiga), la cigarra se dedica desde entonces a organizar excursiones de surf.
James Finn Garner
Más cuentos infantiles políticamente correctos, Circe.
Me encantan estos cuentos porque me sirven para que los alumnos discutan sobre la realidad del cuento y contextualicen.
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